Cuando digo que soy maestra, hay gente que emite un “ah….” tan desabrido, que me dan ganas de decirles:
¿En qué otros lugar, sino en la escuela, me abrazará con cariño un jovencito y me dirá que me quiere?
¿Dónde más podré atar el pelo, ajustar cinturones, y aunque vaya vestida con sencillez, escuchar decir que estoy hermosa?
¿Dónde más tendré la oportunidad de “llevar la manito” para que le salga bien la letra a una criatura que quizá mañana… escriba un libro?
¿En qué otra parte me olvidaré de mis penas porque tengo que curar raspones de rodillas o calmar el llanto de alguien que extraña a su mamá?
¿Dónde más conservaré el alma joven, sino en medio de un grupo, que en el recreo me invita a jugar a la mancha o saltar a la soga?
¿En qué otro sitio aprenderé a solucionar conflictos haciendo que los “enemigos” se den un beso y se pidan disculpas?
¿Dónde me sentiré más orgullosa de mí misma, que en un lugar, donde, por un esfuerzo que yo he hecho, un niño aprende a leer?